Laberintos en la Mente de Aristides Campos
La nueva inquilina del tercero pone play por décima vez a la canción de Catupecu Machu, que Arístides Campos encuentra bastante diabólica para sus oídos. Y si se trata de oídos, también encuentra un tanto avergonzante la aparición en los suyos de un vello renegrido y enrulado, difícil de arrancar. Pero sabe que, como a todo, a su presencia también se acostumbrará.
El alto volumen de la música tapa la estridencia causada por las botellas de vidrio repercutiendo en el cesto de basura. Es la hora de la siesta, y Arístides es capaz de confirmar que, en breve, la anciana ermitaña del departamento de al lado descargará sobre él toda la furia que le genera su nueva vecina. Sólo es cuestión de esperar.
El olor de los desechos de treinta departamentos puede resultar nauseabundo para el común de la gente, pero no para él. Sus fosas nasales lo han olfateado día tras día durante cincuenta años, y han aprendido a encontrarlo agradable. A sus setenta, Arístides no piensa en jubilarse.
Es que, ¿qué será de su vida si lo hace? Los vecinos del edificio lo conocen desde siempre, y le han tomado cariño. Más de una vez le han arrimado un poco de comida, o dinero para comprar sus remedios, si a él no le alcanzaba. Ser el encargado (porque el portero es eléctrico, no se cansa de repetir) lo mantiene ocupado la mayor parte del día, a salvo del temor máximo que significaría para él permanecer en su casa, sin otra cosa que hacer que mirar la espantosa televisión matutina y cocinar Pretzels.
"Arístides, ¿cómo le va?", saluda el pibe del quinto que viene bajando por la escalera."¿Cómo andamos?", responde él. No tiene la fuerza suficiente para exteriorizar su estado. Y en rigor a la verdad, tampoco sabe demasiado qué es lo que le sucede por dentro. Arístides Campos no ríe, pero tampoco llora. No siente sueño, frío, hambre, o aquel chirrido insoportable que su cadera efectuaba para avisarle que se estaba agachando más de la cuenta. A veces da la sensación de que su cuerpo y alma se encontraran flotando en una pileta llena de agua, con la vista fija en las profundidades. Eso le dijo Alicia, su señora, la noche de ayer.
Ella no entiende, piensa Arístides. Alicia es creativa para las metáforas, pero ignorante para las cuestiones familiares. No tuvo hijos, ni tiene hermanos, ni nada, y conoció a Arístides hace diez años en la cola del cajero de Red Link. Por entonces no entendía el significado del código PIN, y mucho menos comprende ahora el significado del desbalance de la ley vital, aquella que asegura que las primeras generaciones de la familia serán también aquellas que partan primero al Cielo.
O al Infierno.
A Arístides siempre le intrigó saber a qué lugar irían los suyos, o él mismo cuándo le llegará la hora. Siempre había querido preguntarle a alguien cómo era la vida en aquellos lugares, si las personas tenían la posibilidad de visitarse en sus casas un domingo a la tarde, y tomar un Tereré.
Porque a él siempre le gustó el Tereré. Ni el mate, ni el café. Desde muy chico mantenía la costumbre de sentarse bajo la sombra de un árbol a media tarde, y termo en mano, mirar el cielo despejado. Pero, de un tiempo a esta parte, el cielo se mantiene nublado, y no atina a despejar. Las señoras del edificio le preguntan cuándo mejorará el tiempo, porque tienen que subir a la terraza a tender la ropa blanca. Pero tampoco es capaz de contestar.
Es que Arístides Campos no lo sabe, pero desde el suicidio de Lucía, su única nieta, todo le importa un carajo.
- Milva Pentito
Los ladrillos en el muro
ESPEJO ABIERTO
¿Y dónde estarás ahora?, príncipe de un país de milagros, donde las bicicletas cruzan los cielos en busca de los cabellos que osan desprenderse de ti, donde los árboles recitan poemas al mediodía y la lluvia de pétalos cae siempre al revés.
¿Dónde tus ojos de claro tabaco, temblorosos como ardillas?
Déjame acercarme, tengo catarsis en las venas y una espuma que quiere subir hasta mi boca.
Estoy oliendo un ciprés; y llevo aún en las manos, entre sien y sien, el recuerdo de aquellas sábanas incendiándose porque si.
Igual que zarza divina se consume la oportunidad.
Quiero pararme frente a tu montaña enorme y sentir el viento de tus palabras sacudiendo mi pelo.
Tus orillas se expanden mientras duermes.
El desenfreno no cabe ya en las sienes.
Y es tanto el poder del mundo que el amor se extermina a sí mismo.
Doy fe.
- Aleqs Garrigóz
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